« Ha muerto en un acto de amor perfecto a Jesús. »

Stéfan ha llegado a ser un hijo de luz

Confrontados a la enfermedad, y aún a la perspectiva de la muerte, un grito se eleva a menudo hacia Dios para pedir una curación. Y es normal, pues somos hechos para la vida y la felicidad. Un tal grito llega a ser además particularmente dramático cuando la amenaza pesa sobre una muy joven persona.

Pero si, por un encuentro providencial con una persona de fe intensa, una persona cercana y profundamente afectuosa, capaz de acompañar paso a paso en el camino de la ofrenda de sí con Cristo, todo puede llegar a ser experiencia transformante y paso hacia la Luz. Y si esta persona ayuda a hacer captar cómo un tal don de sí a Jesús en la fe y el amor puede llegar a ser una semilla fecunda para los otros, ¡entonces todo adquiere un sentido de eternidad! “¡Si el grano de trigo caído en tierra muere, él da mucho fruto! » (Jn 12,14).

Tal fue la experiencia vivida, hace más de 30 años, por Stéfan Darveau. Este joven encontró en Madre Juliana del Rosario una amiga espiritual única y un apoyo delicado y constante a lo largo de su marcha dolorosa hacia el más Allá.

Tomemos el tiempo de leer este relato de los padres de Stéfan, Teresa y Santiago Darveau, que nos revela un misterioso camino de sufrimiento y de gracia. Aún si muchos años nos separan de esta experiencia, el mensaje guarda toda su fuerza y su significado. Pues con Jesús, nuestro gran Amigo,

« […] la muerte, está lleno de vida por dentro »

- Félix Leclerc, La vida, el amor, la muerte 

Stéfan ha llegado a ser un hijo de luz

 

[Relato de la enfermedad y de la partida de Stéfan Darveau, hijo único de Teresa y Santiago Darveau]

Testimonio recogido por Juan Beaudoin y publicados en la revista, Creo, enero 1993, vol. 34, no. 1

Teresa y yo estábamos casados desde hacía diez años. Formábamos una pareja feliz y engreída aun por la Providencia. Esperábamos siempre la llegada de un niño. Al fin, el 12 de abril 74, hemos sido escuchados. El nacimiento de Stéfan, es como si Jesús se presentaba a nosotros pidiéndonos de guardarlo y amarlo, pero también tomando cuidado de decirnos: “Un día, vendré a retomarlo”. Estábamos orgullosos de este niño y hemos vivido con él doce hermosos años.

Una mañana de febrero 86, Stéfan se levanta quejándose de dolores en el vientre; en la tarde, lo transportamos al hospital. Los médicos nos informan que él hace una apendicitis y que va a ser operado al día siguiente en la tarde. La operación debía durar más o menos una media hora; estaría en su habitación alrededor de una hora y media después del principio de la operación. Sin embargo, más de siete horas pasaron sin que tengamos noticias.

De la desesperación al abandono

Les puedo decir que el tiempo fue muy largo en el corredor del hospital. Nos interrogábamos sobre lo que pasaba. Cuando el médico ha venido hacia nosotros preguntándonos si Stéfan era nuestro único hijo, hemos pensado en lo peor. Es entonces cuando él nos anuncia que Stéfan está atacado de una enfermedad muy grave, el “Linfoma de Burkitt”. Y él agrega: “Hay que actuar rápido”. Le daba una semana de vida.

Esta noticia nos ha sumergido en la oscuridad. Todo lo que habíamos construido en los doce años precedentes venía de derrumbarse. La angustia, la ansiedad y la desesperación se han amparado de nosotros. Era el desorden completo. Y la famosa pregunta: “¿Por qué nos pasa eso?” Y no teníamos ninguna respuesta. Nuestra fe sufría un golpe. No nos acordábamos siquiera que Él nos había dicho: «Un día, yo lo retomaré”. Pero el Padre sabía que teníamos a Jesús y María como compañeros y no tardó en enviarnos el socorro necesario para hacer el vacío y enseguida guiarnos.

En la semana que siguió, hemos ido donde las Dominicas para encontrar a Madre Juliana, la fundadora. Al encontrarla, Teresa y yo reconocemos inmediatamente la presencia de Jesús en ella. Ella nos recibe con sencillez y humildad. Sus ojos están llenos de amor y nos escucha en silencio. Ella comprende el objetivo de nuestra visita y sabe que queremos la curación de Stéfan. Después de habernos escuchado, ella nos dice simplemente: “La curación existe. Vamos a pedirla, pero según la voluntad del Padre”, y ella nos enseña a orar. Al dejarla, sentimos como una fuente surgiendo dentro de nosotros. Teníamos prisa de contar eso a Stéfan y de decirle que en cuanto saliera, iríamos a verla juntos.

Los tratamientos de quimio y de radioterapia se desarrollaron bien. Stéfan pudo dejar el hospital a principios de marzo y hemos aprovechado para encontrar a Madre Juliana. Es cuando se creó una amistad particular entre Stéfan y ella, no como la gente que se conoce desde años, pero una amistad espiritual.

Stéfan continua de venir con nosotros al convento; él descubre en nuestra compañía el Corazón Eucarístico y él se entretiene con Madre Juliana, que él se complace en llamar su gran amiga. Ella le habla del cielo, adivinando que él no tiene por mucho tiempo para vivir, por la gravedad de la enfermedad. Él escucha con mucho fervor, como si él presintiera ya la felicidad que le espera; con ella, él hace camino hacia el Padre. Cuando regresa al hospital, el capellán le entrega la oración del Abandono. Stéfan nos pide de decirla cada día con él. Constatamos que él crece espiritualmente. Él ama a Jesús y le ofrece todos sus sufrimientos.

Una mañana, a las 6 y 30, el teléfono suena en la casa; es Stéfan. Me pide de llamar a las Dominicas, quiere tener una grande medalla del Corazón Eucarístico de Jesús. Él la había observado en una de nuestras visitas. Por más que traté de explicarle que era demasiado temprano, nada que hacer, él quiere su medalla. Antes de ir al hospital, llamo y como siempre, me responden gentilmente: “Si Santiago, preséntate, te la vamos a preparar”. Cuando llegamos al hospital, antes de decirnos buenos días, Stéfan pide a su madre: “¿Lo tienes?” Teresa le entrega y él la toma, la mira y dice: “Ah, qué bonito”. La besa y deposita la medalla sobre su corazón.

Esta medalla permaneció a su lado en la habitación del hospital y sentimos que él tenía un contacto particular con ella. Cuando él la miraba, sus ojos cambiaban. Veíamos que él amaba a Jesús y que él se dejaba moldear por él.

Un testamento en favor de los pobres…

Un día, en la tarde, Madre Juliana viene a verlo al hospital. Cuando su gran amiga llegaba, Teresa y yo salíamos de la habitación. Stéfan quería estar solo con ella. Una vez que se fue, Stéfan nos ha hecho su testamento: quería ser incinerado, que sus cenizas estén en una caja de cartón porque Jesús es pobre. Quería ser expuesto un día para que todos sus amigos vengan a verlo. Nos ha dicho de dar una cierta cantidad de dinero a su gran amiga para los niños pobres de Haití. Estaba triste. Ha preguntado a su madre: “Mamá ¿qué vas a hacer con todas mis cosas?” Y Teresa le respondió: « Vamos a darlo a los pobres ». Él hizo signo que sí.

En la tarde en la habitación, estaba feliz, sonreía, quería mecerse; lo hemos instalado en su mecedora y cantaba sonriendo: “Jesús ¿qué quieres tu que yo haga? ¿Qué esperas de mí?” Sentíamos que el espíritu vivo de Jesús estaba en él, que Jesús lo llevaba en sus brazos. Él amaba a su gran amiga. Sabía que ella era enviada por Jesús para ayudarlo a caminar hacia el Padre. Tenía prisa de ver a Jesús y el cielo.

Pronto, Stéfan no quiso quedarse solo. Sentíamos una inquietud en él. Él sabía que Jesús vendría para buscarlo pero no sabía cómo eso iba a producirse. Vivía mucha ansiedad y angustia. Él conocía, según nosotros, lo que Jesús había conocido en Getsemaní. La angustia nos asfixiaba a nosotros también. Yo me confiaba a Jesús y un sábado después de la misa, me dirigía hacia la habitación de Stéfan para hablarle. Le dije que Jesús iba a venir a su encuentro, que él iba a verlo; que Jesús es amor, paz y dulzura y que todos nosotros que lo amamos, íbamos a estar allí: “Jesús no te saltará a la garganta, él no partirá contigo. No, cuando él va a venir, tu vas a reconocerlo, él va a venir con amor.” Con la cabeza, él me ha hecho signo que si y después todo era más sereno.

Un domingo, hacia la 1 de la tarde, él sufría terriblemente. Nos ha pedido de dejar la habitación. Había un médico con él, una enfermera de guardia, un enfermero y ellos no llegaban a controlar sus dolores. Cuando el mal fue calmado, un joven enfermero que Stéfan amaba mucho le ha preguntado por qué él les quería fuera del cuarto. Stéfan ha respondido que él no quería que lo veamos sufrirá. Él quería sufrir solo con Jesús. Él ofrecía sus sufrimientos por los jóvenes sacerdotes tan queridos en el corazón de Madre Juliana, por los niños pobres, los niños maltratados por los padres, aquellos y aquellas que buscan a Jesús para conocerlo y amarlo.

Siempre sereno a pesar del sufrimiento

Una tarde, simplemente dejando el hospital, he colocado mi mano sobre la cabeza de Stéfan que estaba durmiendo. Había perdido todos sus cabellos, yo lo llamaba “mi coquito”. He dicho bien simplemente en mi corazón: “Stéfan, ese Jesús de paz y de sueño que está en ti, transfiérelo sobre papá y mamá para que podamos recuperar.” Y a partir de ese momento hemos pasado buenas noches. Fue una de las grandes gracias que hemos recibido durante esta prueba.

Stéfan estaba completamente abandonado en el Padre. Sufría en silencio. No se quejaba nunca. Su joven cuerpo estaba molido por la enfermedad, pero su rostro permanecía intacto. Él sabía que Jesús iba a liberarlo.

El 5 de setiembre de 1986, Stéfan sufría mucho, tanto que su rostro estaba como cera. Él ha logrado sentarse en su cama, me ha tomado por el cuello y me ha dicho: “Papá, me siento super mal”. Me he sentido derretirme al lado suyo y las solas palabras que fui capaz de decir son: “Amor y Gloria a la Trinidad por el Corazón Eucarístico de Jesús”. Y a ese momento, él ha aflojado sus brazos y se ha acostado en su cama sobre la espalda, las manos juntas.

Los médicos nos han dicho que ello llegaba a su fin, lo sentíamos, pues Stéfan no estaba más con nosotros. Presentíamos que él estaba ya en contacto con su Jesús, y extrañamente, con Madre Juliana. Además, ella nos ha dicho que ella había comenzado a sentir la llamada de Stéfan a la hora de la cena y que se hizo tan fuerte que ella ha pedido de venir al hospital. Cuando ella ha llegado, se acercó de la cama y ha dicho: “Stéfan, es Madre Juliana”. Él le ha sonreído y ha logrado decir: “si”. Ella ha continuado: “Stéfan, en el nombre de Jesús, vengo a liberarte de tus sufrimientos”. Y Jesús vino a buscarlo en un gesto de paz, de amor, de humildad. Stéfan rindió su último suspiro en los brazos de su gran amiga y en compañía de todos aquellos y aquellas que lo amaban.

Y yo, he dicho : « Amor y Gloria a la Trinidad por el Corazón Eucarístico de Jesús ». Su rostro se volvió radiante y nos ha dejado en herencia la sonrisa del amor. Su rostro, tan crispado por el sufrimiento, llegó a ser tan hermoso. Para nosotros, Stéfan había llegado a ser un hijo de la luz.

Ahora, sabemos que Stéfan nos acompaña y a pesar de nuestra pena siempre presente, sacamos de él y por su intercesión las fuerzas que nos permiten de comprometernos con los jóvenes. La experiencia de su partida nos ha enseñado a abandonarnos a la voluntad del Padre, a hacerle confianza.