La misa de la Cena
En 1979, Madre Juliana del Rosario ha dado tres coloquios « Comentario sobre la misa » en respuesta al pedido de laicos deseosos de compartir la espiritualidad de las Dominicas Misioneras Adoratrices. El estilo oral ha sido conservado. Éste, es el primero de los tres.
[Con la aprobación eclesiástica, Monseñor Mauricio Couture, s.v., Arzobispo de Quebec, Quebec, 23 de noviembre 1995.] Todos los derechos reservados.
Introducción
Estoy tentada de decir: ¡qué bueno es para los hermanos y hermanas, quizá no de habitar juntos puesto que tal no es su caso, pero de venir a comulgar juntos a un mismo espíritu, a un mismo amor (cf. Sal 133, 1)! Cuando hermana Gilberte me pidió de hablarles de la misa, he dudado y con razón: la misa es un misterio tan grande, y yo me siento tan poco calificada para hablar de ella… Pero, como es un tema que tomo a pecho, que me hace vivir, que me maravilla, pienso que debo a Nuestro Señor de decirles una palabra.
Les hablaré de la misa bajo tres aspectos: la misa de la Cena, la misa del altar, la misa en mi vida; pero yo creo que, por esta tarde nos limitaremos a la misa de la Cena. Miremos entonces la misa bajo este aspecto: misa de la Cena, más precisamente misa de Jesús solo. Quizá sería bueno, antes de hacerlo, de tener una noción exacta del sacrificio.
Sacrificio, sacrificio de Cristo
Jueves pasado, les daba como definición de la misa: el sacrificio de la cruz hecho presente nuevamente. Para captar algo de la grandeza de la misa, uno puede preguntarse: ¿Qué es el sacrificio? Hay diferentes definiciones en el diccionario. He aquí una, muy sencilla: el sacrificio, es una ofrenda hecha a Dios de un bien, para expresar el respeto que le es debido, para expresar el homenaje, la adoración, la acción de gracias. Entonces, es un acto de amor; un sacrificio, antes que todo es eso. En el sacrificio, lo vemos, hay dos elementos: el elemento exterior o el bien sensible; el elemento interior o los sentimientos del corazón. El elemento exterior o el objeto material no es absolutamente necesario para el sacrificio, pero si no estaría presente, no habría expresión exterior. San Pablo dice que nuestro sacrificio espiritual consiste en ofrecer nuestros cuerpos en homenaje a Dios (cf. Rom 12,1). El sacrificio completo comporta siempre dos elementos: el elemento exterior y el elemento interior.
Si miramos el sacrificio de Cristo, nos damos cuenta que los dos elementos están ahí. Como elemento exterior, están sus sufrimientos físicos, es el cuerpo de Cristo desgarrado, roto, es su sangre derramada hasta la última gota. He ahí lo que constituye el sacrificio propiamente dicho de Cristo, la consumación, el último sacrificio de su vida. ¿Por qué? Porque su vida, Él la da voluntariamente y por amor. Es este acto de amor, su adhesión a la voluntad de su Padre, que hace que su muerte no es una muerte como la de los dos bandidos que están a su lado, una muerte que es una expiación de faltas cometidas y es una deuda pagada a la sociedad. Para Jesús, Él, su muerte, Él la quiere para expiar los crímenes de sus hermanos y para pagar a Dios la deuda que le es debida; ella es el rescate del pecado. Su muerte, no solamente Él la acepta, pero la desea; es voluntariamente que Él la ofrece para salvarnos y para glorificar a su Padre.
El sacrificio varía de magnitud por la calidad de la persona que lo ofrece. ¿Cuál es la cualidad de aquel que ofrece el sacrificio sobre la cruz? Aquel que da su vida ahí, es el Hijo de Dios. Así, el valor de su sacrificio es infinito.
A partir de esta noción, vamos a abordar la misa de la Cena que es el corazón, el centro, el origen de nuestra espiritualidad dominica misionera adoratriz.
La Cena
¡La Cena! Es el pasaje evangélico que debe cautivar nuestro espíritu y nuestro corazón. ¿Por qué? Porque es ahí que nació la Eucaristía. Y bien, transportémonos al Cenáculo con el pensamiento; hagamos una contemplación de lo que pasaba ahí hace dos mil años.
Es la última tarde de la vida de Jesús, « su hora » (Jn 13,1). Toda su vida, él ha suspirado por este momento; lo ha visto venir, lo ha deseado. Entonces, siempre lo ha ofrecido a su Padre, desde su primer soplo hasta su último que se viene. Él ha dado su vida a Dios su Padre y a sus hermanos, en el seno de su Madre cuando se formaba su cuerpo. Él la daba en Belén cuando, en el pesebre, él sonreía a su Madre, sonreía a José, su padre adoptivo, a los pastores, a los magos. Su vida, él la daba en la pequeña casita de Nazareth ayudando a su Madre, en el taller de su padre aserrando la madera. Su vida, él la daba en sus correrías apostólicas cuando conversaba con sus Apóstoles, les enseñaba. Era siempre su vida que él daba cuando se inclinaba sobre los enfermos, los sanaba. Su vida, él la dió sin cesar; pero en el sentido fuerte de la palabra, es sobre la cruz que él la dió y de manera última, en toda la realidad de su ser físico: ahí, él ha derramado su sangre hasta la última gota. Y bien, en la mesa de la Cena, ¿qué es lo que tiene delante de los ojos? Su muerte próxima; él la ve bien cerca: en algunos instantes, será esta hora tan deseada.
Es lo que pasa en el Corazón de Cristo lo que nos interesa. Para nosotras, Dominicas Misioneras Adoratrices, para ustedes que quieren vivir nuestra espiritualidad, debemos siempre ir a esta fuente del sacrificio de Cristo, a su elemento esencial, es decir a su Corazón en acto de don.
El Jueves santo, su agonía comienza ya. Rodeado de sus Doce, ve muy cerca de él al traidor Judas que tiene en su mano, o en su puño cerrado, la bolsa conteniendo las treinta piezas de plata. Jesús lo mira y su Corazón se encoge: es su pasión que comienza. Judas, pero es uno de los Doce, uno de sus íntimos a quien ha dado tanto y tantas marcas de atención, de delicadeza, de bondad, de amor, de confianza; ¡es un elegido! Tratemos de penetrar el Corazón de Cristo y de captar lo que debía ser este sufrimiento de la traición de Judas… En su espíritu, Jesús escucha ya el ruido de las armas, el paso de los soldados que vienen de lejos. Él se ve recibir el beso pérfido del traidor. Él se…ve agarrotado, detenido como un malhechor, él que no ha hecho más que amar…; él ve la prisión delante de los ojos. Siente desde ya, por adelantado, su carne quebrarse bajo los golpes de los azotes, su cabeza desgarrada bajo la punta de las espinas, su cuerpo desplomarse bajo el peso de su cruz. Jesús vive todo ello por adelantado. Por último, se ve suspendido a la cruz. Acepta todas las condiciones de su pasión, de su tormento, de su suplicio; ¡he ahí lo que él acepta y con cuanto amor! He ahí lo que él ofrece a su Padre en esta tarde del Jueves santo.
La Eucaristía: don de su Corazón
Y para su Corazón, no le es suficiente… Él nos ama demasiado para que el don de su vida, la más grande prueba de amor que un ser humano pueda dar, no sea realizado más que una vez y dado solo a un pequeño grupo de testigos. Jesús quiere que por todas partes, en todo tiempo, en todo lugar, todas las generaciones lo aprovechen, o más bien estén presentes de alguna manera a su gran testimonio de amor, a su gran don de amor, a su grande prueba de amor. Pero Jesús no es solamente hombre. Para un hombre, «no hay mayor prueba de amor que de dar su vida» (Jn 15,13). Pero Él, es el Hombre-Dios, el Verbo, solo tiene que decirlo y eso se realiza: «Que se haga la luz», y la luz fue » (Gen 1,3). ¿No ha multiplicado los panes por dos veces? ¿No ha cambiado el agua en vino? Entonces, bajo el impulso de su amor, ¿qué va a hacer? Antes de llorar nuestros pecados en el jardín de la agonía y de enrojecer el suelo con sus sudores escarlatas; antes de subir la colina del Gólgota doblándose bajo el peso de su cruz, roto, ensangrentado; antes de sufrir en toda su realidad física el tormento de la pasión, ¿qué va a hacer? Bajo las apariencias del pan y el vino, va a hacer presente el drama que él vivirá pronto. La maravilla de las maravillas, la Eucaristía, va a salir de su Corazón y las palabras milagrosas, todo poderosas, van a resonar por la primera vez sobre la tierra.
Tomando en sus manos el pan, con autoridad y con amor él dice: « Ésto es mi cuerpo quebrado »; y, tomando la copa, haciendo el mismo gesto, elevándola hacia su Padre, pronuncia estas otras palabras: « Ésta es mi sangre derramada »; entonces nace la Eucaristía. Él quiere vivir en su espíritu y en su voluntad todo el drama de la pasión. Cuando él dice « mi cuerpo quebrado », ¿qué carne esconde él bajo estas apariencias de pan? Una carne toda herida, una carne amasada de amor. En la copa, él pone sangre, pero sangre que ha sido derramada en el jardín de los Olivos, a lo largo de todo el camino del Gólgota y derramada hasta la última gota sobre la cruz: es esa sangre, toda hirviendo de amor, que él pone en la copa. Y, volteándose hacia sus Apóstoles, hacia el uno y al otro él dice: « Tomen y coman; tomen y beban… » (Mt 26, 26-28).
No han captado lo que ha pasado. Comprenderán más tarde lo que ellos han comido y bebido aquella tarde: han comido el Corazón de su Amigo, el Corazón de su Maestro, el Corazón de Jesús; han bebido su sangre. Ellos han alcanzado la más grande intimidad que se pueda tener con Dios. Fue la primera misa, la misa de Jesús. Fueron las primeras comuniones, aquellas de los Apóstoles. Mas tarde, cuando comprenderán, llorarán de alegría… Han sido los únicos a ver Jesús él mismo elevar el pan hacia el Padre, el cáliz hacia el cielo: han sido los únicos a ver con sus ojos a Jesús celebrar su misa. ¡Qué espectáculo ha debido de ser! Tratemos de imaginarnos Jesús, el Hijo de Dios, aquel de quien se decía « el más bello de los hijos de los hombres » (Sal 45,3). ¿Qué brillaría sobre este rostro? La luz infinita… ¡Qué unción debían tener sus palabras! La unción del amor inconcebible, insospechable…
El (sacramento) del Orden: don de su Corazón
Sí, la primera misa, la misa de Jesús, jamás la contemplaremos lo suficiente, jamás la penetraremos lo bastante profundo en el Corazón de Cristo en el momento de la celebración eucarística, porque es siempre su misa. ¡Pero la primera, aquella que él ha dicho sólo! Cuando digo « sólo », los Apóstoles eran testigos, pero quiero decir: como la Iglesia no estaba todavía constituída, porque el sacerdocio no estaba todavía instituída, porque el Corazón de Cristo no había sido abierta todavía por la lanza y que el bautismo no había brotado de él. Los Apóstoles no estaban incorporados al sacrificio de Cristo; Cristo jugaba solo el juego en ese momento, como sobre la cruz además. Pero el deseo de Cristo va más lejos que de consagrar, de transubstanciar el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre, y de alimentar a sus Apóstoles, sus íntimos; él quiere que por todas partes sobre la tierra, en todo tiempo, en todo lugar y para todas las generaciones, su sacrificio se haga presente.
Y surge de su Corazón este otro sacramento: el sacramento del Orden. Él mira a sus Apóstoles uno a uno con esa mirada de ternura, de amor, que penetra el ser hasta el fondo y lo transforma; él les dice: « Hagan ésto en memoria mía » (Lc 22, 19). Estas palabras son tan poderosas como las otras dos y sus Apóstoles, sus Doce, son revestidos en ese momento, no solamente del sacerdocio, pero de la plenitud del sacerdocio. Todos ellos llegan a ser obispos y la Iglesia es constituída. Ellos podrán morir, pero la Eucaristía estará siempre ahí; ellos se dispersarán aquí y allá sobre la tierra y, en todas partes a donde irán, harán la Eucaristía: he ahí su deseo.
La Cena hoy: la misa
Hoy, miremos lo que pasa. La primera misa, la misa de Jesús, ha sido dicha en el Cenáculo; doce Apóstoles estaban presentes y eso pasaba en la intimidad. Hoy, después de dos mil años, la misa es celebrada en todas partes, de un extremo al otro, tanto en las grandes ciudades como en los pueblos, en las catedrales como en las pequeñas capillas. La misa, Jesús la ha prometido para todas las generaciones: « Yo estoy con ustedes hasta la consumación de los siglos » (Mt 28, 20). Habrá sacerdotes hasta el fin del mundo, habrán hostias hasta el fin de los tiempos, habrá una hostia para el último de los hombres que estará en estado de comulgar. Creámoslo, la Eucaristía, es el gran don del Salvador para su Iglesia, es el centro del mundo, el corazón de nuestra vida.
Vayamos al altar del Señor
Si ustedes lo quieren bien, esta tarde, juntas vamos a unirnos para celebrar la Eucaristía de una manera particular. Me parece que vamos a celebrarla como nunca. Pensemos, antes de la misa, a lo que podríamos poner sobre la patena para significar la ofrenda de nuestra vida. Ustedes saben que sobre la patena de la misa, el pan significa el trabajo y la vida del hombre. ¿Qué vamos a poner, qué es lo que voy a poner, yo, para ser sincera en mi participación al sacrificio, para participar con los sentimientos de Cristo, para penetrar su Corazón, para poder decir como él: « yo doy mi vida »? ¿Qué es lo que van a poner? Quizá algo que han sufrido ayer o desde su última misa: algo imprevisto que las ha herido, que les ha hecho mal; coloquen eso sobre la patena de esta tarde. Quizá hay algo que temen para mañana: ¿quién no tiene sus sufrimientos, sus contrariedades, sus pruebas, sus fatigas, sus fracasos, qué sé yo? Y bien, pongan eso sobre la patena esta tarde. Tratemos sobre todo de unirnos juntas, estrechamente con el pensamiento, por el amor y de perdernos en el Corazón de Cristo para que su sacrificio sea el nuestro, para que la misa de Cristo esté en nuestra vida, para que nuestra vida, nuestro mañana esté en la misa. Así, viviremos nuestra misa.
Vayamos al altar del Señor, cantemos un cántico de acción de gracias por el don de la Eucaristía salido del Corazón de Cristo el Jueves santo, y amémoslo. Él merece tanto de ser amado, no lo amaremos nunca demasiado. Tengamos empeño de hacerle conocer y amar en su sacrificio de amor, su sacramento de amor.
Madre Juliana del Rosario, 17 de enero 1979